La bicicleta


El respirador emitía rítmicamente un ruidillo de asfixia. Tranquilízate, Tomás, que estas máquinas no fallan, ella está bien. Por la ventana entraba la luz azulada del atardecer del invierno, ráfagas furiosas de viento, hojas volando, ramas esqueléticas zarandeadas, gotas perdidas de lluvia perezosa. ¿Eran necesarios tantos tubos para vivir, para meterle vida adentro? Francisca parecía tranquila, dolorosamente tranquila y sosegada, ajena a su propia desgracia, el cabello corto y blanco, la piel arrugada y aún bella. <Vuelve atrás, loco>, había susurrado ella en la iglesia con desesperación contenida. Mira que acercársele en mitad de la misa, con todo el pueblo allí, qué iban a pensar de ella, que le daba permiso, que le permitía el acercarse y compartir las palabras y el aire descaradamente. <Bruto, vete para atrás y no me hables, no me mires>. El cura daba su sermón y Francisca no escuchaba, estaba enfadada con Tomás, enrabiada. A la salida el padre de ella le preguntó con severidad que qué quería el hijo del lechero, <ni lo sé, padre>, le dijo ella, y lo miró pidiéndole disculpas porque la ofensa causada a una hija se le causaba también al progenitor de ella, a la familia entera. La lluvia azotaba ahora la ventana con descaro, es un consuelo, pensó Tomás, y miró los monitores que no entendía, dibujando rayitas, curvas, picos, que indicaban que ella estaba aún con él, que Francisca no había fallecido aún. <Si no eres para mí voy a morirme>, le dijo con vehemencia Tomás sujeto a las rejas de la ventana. Parecía tan sincero, sus ojos oscuros y temblorosos y fijos en ella. Cómo no creer aquellas palabras, aquella necesidad. Habían pasado tres meses desde el escándalo de la iglesia. Ya no estaba tan disgustada con él. A través de los barrotes parecía que Tomás estaba en una cárcel y aquel pensamiento tonto le nubló el alma. Si no eres para mí voy a morirme. Era lo más bonito que le habían dicho nunca. Pero no, Agustín, el hijo del farmacéutico, hacía dos meses que le hablaba, su padre había consentido que entrara en casa en las sobremesas, la abuela de carabina entre ellos dos, él tan formalito con camisa blanca y corbata y chaqueta siempre, aunque fuera verano, charlaba más con la abuela que con ella, trataba de usted a Francisca y nunca aceptaba más que un vasito de agua. Dos horas hablando de nada, dando siempre la razón a la vieja, con un vasito claro de por medio. Su padre la mataba. Si ahora le decía a su padre que quería olvidarse de Agustín, que lo cambiaba por el hijo del lechero, la mataba. <Vente conmigo>, le dijo, y ella no respondió, pero sabía que no podía negarse. <¿Cómo está, don Tomás?> La joven enfermera era tan educada que le daban ganas de reír. Es como las antiguas. El hospital proveía a cada paciente de una bandejita para el desayuno, otra para el almuerzo y otra para la cena. La comida sabía a rayos: nada de grasas ni de sal, ni siquiera una ramita de hierbabuena o perejil o laurel. Pero Tomás no se quejaba, porque la enfermera se tomaba la molestia de cambiar la etiqueta de Francisca, a la que alimentaban vía intravenosa, por otra para pacientes destinada a quienes no fueran celiacos ni hipertensos ni tuvieran colesterol ni estuvieran a dieta. Y además era gratis. Mientras corría Francisca se veía a ella misma desde fuera, como en una película, imaginaba su rostro de espanto, escuchaba su jadeo de animal acorralado, ¿y si él se había arrepentido y no estaba esperándola en el arroyo? ¿Y si la veían corretear por las callejas a aquellas horas, dónde iba, perdida, fulana? Ya no había vuelta atrás, para bueno o para malo allí estaba descendiendo la ladera con un sudor frío resbalándole entre los senos, colándose por la blusa en busca de su ombligo. Tardó medio minuto en encontrarlo y creía que el mundo se le hundía, qué había hecho, el loco este se ha arrepentido y no está. Pero estaba. ¿Una bicicleta? Tomás había venido a robarla en bicicleta, a lo mejor dentro de unos años me caigo de la risa, pero ahora lo mataba, y después me mataba yo, se dijo en los adentros, conteniendo la rabia y el miedo y la vergüenza. Se subió al manillar y se estabilizó como pudo. Se apretó contra el regazo el pequeño atillo que llevaba, apenas una muda y la foto de su madre. Había algo raro en todo aquello: el camino de arena, el bosque de pinos y la luna colándose por entre las ramas, había algo raro, ¿pero qué era?, el ulular de los búhos, el crujir de los insectos, un muchachito pedaleando y sin decir palabra, sobrecogido como ella. Y de pronto lo supo: estaba tranquila, la acababan de robar en mitad de la noche y estaba tranquila, que bajara Dios y le dijera si aquello no era raro. Afuera ya hacía negro y la lluvia obraba con más sosiego. <¿Necesita algo más, don Tomás?> Tanto recorrido para que una enfermera tratara de don al hijo del lechero, pensó Tomás. <Nada>, Natalia, <muchas gracias por todo>. La enfermera cerró la puerta con delicadeza. Francisca parecía en paz. El respirador insistía con su sonidito de asfixia.

Comentarios

  1. Relato sobre el fin (o no) de
    una historia de amor de toda la vida. Ya tenéis algo que hacer el fin de semana ;)

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