La aplicación envenenada



El siguiente relato es una historia de espías, de aplicaciones para ligar, de asesinos y asesinatos involuntarios. Está dedicada a mi amigo Sergio para celebrar su cumpleaños y responde a un juego de una noche de verano en la que inventamos historias en un hotel de Andorra. Espero que la disfrutéis. Ah, si os resulta molesto el formato, podéis copiar el texto y pasarlo a un documento. No olvidéis dejar vuestros comentarios. Saludos.

LA APLICACIÓN ENVENENADA
Sergio tenía la mirada perdida en su bebida. Le daba vueltas como si quisiera que los remolinos le revelaran el futuro. Alrededor, los pocos clientes del bar se desperdigaban con la naturaleza de los champiñones, quietos, silenciosos, lo mismo que en un cuadro de Hopper. Raül había estado hablando del arrepentimiento, todos nos arrepentimos de algunas cosas, y Sergio arqueaba las cejas y arrugaba los labios hacia adelante, como si le lanzara un beso al vaso que le había acompañado en la cena.
-Tomamos decisiones sin poder predecir las consecuencias -le contestó sin dejar de mirar el vaso-. Solo el pasado tiene sentido, porque en él descubrimos nuestros errores. -Así de filosófico estaba Sergio, y Raül no entendía la melancolía de su voz-. Algunos errores nos permiten corregirlos, otros no nos lo permiten, con otros hay que joderse. Es lo mismo que si pintas un cuadro: si optas por el óleo, entonces bien, si la cagas, enmiendas tu cagada; pero como vayas por la acuarela estás jodido. Eso mismo ocurre con las decisiones. Cuando tomamos una decisión no sabemos si acertamos o si estamos metiendo la pata, y solo queda rezar para que nuestras meteduras de pata permitan la rectificación.
La noche estaba fresca en el verano de Andorra. Subieron la calle en silencio. Se conocían de toda la vida y tenían confianza suficiente como para caminar el uno junto al otro en silencio. Se metieron en la Resistencia años atrás, por separado, sin decirle una palabra al otro. También con los amigos tenemos secretos y a veces estos secretos los protegen. Los captó el mismo tío, el mismo mentor. Fue una especie de prueba para medir la confidencialidad. Así lo llamaban, confidencialidad, al hecho de no irte de la lengua ni con tu mejor amigo. Solo entonces el mentor se fio de ellos y les reveló que estaban embarcados en lo mismo, sacando información de sus respectivas empresas y filtrándolas a la Resistencia para combatir la alienación social. Ya nadie luchaba contra el capitalismo. Se acabaron los quijotes. El capitalismo era la mejor droga de la historia y a la sociedad le encantaba ir puesta de él, de consumismo, de poder. Casi nadie tenía poder, pero todos soñaban con poseerlo. Por eso defendían su derecho a esclavizarse voluntariamente para hacer más ricos a los accionistas de sus empresas. Pero eso era otro cantar. La Resistencia luchaba contra la alienación, contra la ignorancia de la gente. Lo malo es que cuando la gente deja de ser ignorante ya no quiere comprarse el último modelo de teléfono móvil y borra su historial de las redes sociales. Por eso cuerpos fantasmas de seguridad perseguían a los miembros de la Resistencia y los asesinaban, porque combatían la alienación, que a fin de cuentas era lo mismo que atentar contra el puto capitalismo. De ahí que conservar el anonimato, borrar las propias huellas, mantenerse en las sombras fuera tan crucial.
Torcieron la esquina camino del hotel. Raül miraba el suelo húmedo; Sergio alzó los ojos hacia la ventana de su habitación. Entonces vio la silueta de aquel hombre, recortada en el marco. Habían dado con él. Raül trabajaba en comunicación política. Esta no era su guerra y no quería meterlo en esta mierda. Sergio solía ser prudente y meticuloso, no dejaba rastro. Pero esta vez... No siempre salen las cosas como uno tenía planeado. Pensó que tras el robo de datos lo más prudente era desaparecer por un tiempo, solo hasta asegurarse de si sus jefes habían reparado o no en la sustracción informática y si lo relacionaban a él con la misma. Bueno, ahí estaba la silueta atroz, por si eso respondía a la pregunta.
-Voy a pedirle al recepcionista que me despierte mañana a las ocho -dijo Sergio.
-Te espero.
-No, tú ve subiendo. Nos vemos en el desayuno.
Raül dormía en la quinta planta. Sergio, en la sexta. Se acercó al mostrador mientras comprobaba disimuladamente que su amigo tomaba el ascensor.
-¿Puedo ayudarle en algo, señor?
Sergio miró al recepcionista. Era un chico joven. ¿Se podía trabajar con aquella edad? Uno se da cuenta del paso de los años cuando los demás parecen unos críos inexpertos, y sin embargo te atienden en el hotel, en la comisaría, en el hospital. Qué sabía este muchacho de la vida ni de nada, pensó Sergio. De la vida uno empieza a saber cuando ya es demasiado tarde. Solo entonces.
-No, gracias. Solo quería este folleto.
Sergio tomó un folleto al azar y se dirigió a los ascensores. Mientras esperaba tiró el folleto a la papelera. Lo habían entrenado para la lucha, pero desde luego Sergio distaba mucho de ser un soldado, como llamaban en la Resistencia a los expertos en combate cuerpo a cuerpo. Sergio era un técnico, alguien que sabía dónde estaba la información y cómo hacerse con ella sin que nadie lo notara. Por lo menos hasta ahora había sido así, porque era evidente que había dejado algún cabo suelto. En este instante las puertas del ascensor se cerraron y tras de sí quedó su propia imagen dándole la espalda en el espejo. ¿Qué cojones hacía? ¿Por qué subía donde estaba el intruso, que sin duda estaría más adiestrado que él en las peleas? Y esas peleas eran a muerte. ¿Por qué no había pedido ayuda a Raül? ¿Cuál era su maldito plan? Sergio se giró para ver su reflejo y lo que vio se parecía mucho a un suicida. El pen drive se encontraba dentro de la caja fuerte y Sergio estaba dispuesto a recuperarlo como fuera. No había llegado hasta aquí para bajar al garaje, coger su coche y desaparecer en la noche montañosa. Estaba decidido a recuperar su información y asegurarse de que se difundía. Posiblemente no serviría de nada, ¿qué más daba todo lo que él o ningún otro miembro de la Resistencia hiciera? Porque la gente sabe que come mierda transgénica y sigue comiendo mierda transgénica, por poner un ejemplo. Conocer los secretos de las aplicaciones interpersonales, ¡vaya mierda de eufemismo!, no haría que la población dejara de usarlas. ¿Cómo combatir el chobinismo, el exhibicionismo, el egocentrismo con que el ser humano alimenta su propia naturaleza, igual que si alimentara un dragón hambriento? Y al fin y al cabo, la gente se apuntaba a esas aplicaciones para follar, y mientras follara lo más seguro es que tanto le daría a nadie saber que sus datos se almacenaban y se vendían a otras empresas que los procesaban y los usaban para venderles habitaciones de hotel, cenas en restaurantes, alquileres de coches, condones, ropa interior sexy, juegos eróticos, cremas afrodisíacas e incluso detectives privados con que descubrir las andanzas de tu pareja.
La puerta del ascensor se abrió y sonó como una interrogación. Ahora qué. Ahora Sergio se aproximó a la puerta de su habitación y la encontró cerrada. Sacó la tarjeta magnética y la abrió y entró como si ningún peligro acechara, con la simple prudencia de un amante que regresa tras una discusión dura. La Compañía había mandado a un matón para recuperar el pen drive, seguramente para deshacerse también del propio Sergio: amordazarlo e hincarle la punta de un cuchillo en la tráquea lentamente hasta que se asfixiara con su propia sangre. Seguramente. Pero allí estaba él, dispuesto a convencer a aquel hombre de la importancia de que los documentos sustraídos vieran la luz. Una cosa es que las aplicaciones interpersonales pagaran millonarios estudios para entender mejor a sus usuarios, esto es, para manipularlos mejor, para volverlos adictos y hacer que se arrastraran a sus aplicaciones lo mismo que el oso se arrastra a la miel o el yonkie a la metadona; una cosa es que estas aplicaciones prometieran un placer rápido y efímero y constante al que esclavizarse, una especie de Prometeo ofreciendo su hígado día tras día; una cosa era el sexo sin complicaciones, la vanidad de los match que aseguraban un encuentro fortuito y sin consecuencias; y otra cosa muy distinta era el nuevo plan de la compañía: destruir el amor. Justamente eso, tal y como sonaba: La última investigación sobre comportamiento humano de una prestigiosa universidad estadounidense realizada por encargo de la Compañía aseguraba que el amor es el germen del anticapitalismo: cuando alguien ama se solidariza con la otra persona, se reducen las ganas de competir contra ella e incluso contra los demás, disminuyen sus necesidades de consumo porque le basta con la mera compañía de su pareja, ya no va a discotecas, ni se compra ropa para impresionar a desconocidos, ni perfumes caros, ni coches deportivos o descapotables, ya no adquiere casas con que presumir, y lo peor de todo, lo más imperdonable de todo: ya no paga la tarifa premium de la aplicación, ya no consulta la aplicación a todas horas ni genera volumen de usuarios y movimientos, se da de baja de la aplicación, los anunciantes pagan menos porque llegan a menos público, los anunciantes se van a otras aplicaciones, los anunciantes se esfuman y tras de sí no dejan más que humo y códigos digitales esquivos. ¡Había que acabar con el amor! El amor debía ser reemplazado por el sexo, ese picante aliciente que impulsa a retocar fotografías, a ir al gimnasio, a pagar dietas, a someterse a cirugías, a hacer viajes a países en desarrollo donde conseguir sexo fácil y barato y a menudo ilegal e inmoral.
Sergio le quería contar todas estas cosas al matón. Pero cuando vio al matón supo inmediatamente que con aquellos ojos no se podía negociar. Estaba arrodillado frente a la caja fuerte. Le había adherido un dispositivo electrónico que mostraba números rojos que cambiaban frenéticamente en busca de la combinación correcta. Apenas se podían distinguir unos dígitos de otros. Más que sucederse, se superponían. Pronto daría con la clave y abriría la caja y todo habría terminado. O casi. Porque también tendría órdenes de terminar con Sergio, el ladrón de información, el usurpador, el ejecutivo que había traicionado un sueldo indecente y que pretendía dañar gravemente a su propia empresa, el hijo de puta que había mordido la mano que le daba de comer. No se trataba solo de no dejar testigos, ni de evitar que a Sergio, por ejemplo, ya sin su pen drive, le diera por lanzar un vídeo que se hiciera viral donde explicara las intenciones de la multinacional para la que trabajaba hasta hoy, aunque fuera ya sin pruebas ni modo alguno de demostrarlo ni a nadie pudiera importarle un carajo que su aplicación favorita de encuentros esporádicos se hubiera empeñado en que follara más y amara menos. Aquellos ojos querían acabar con su vida, lo supo clarísimamente. Sergio pensó en la asfixia, en el disparo, en el veneno, en el cuello roto, en el dolor sin nombre. Pensó en su madre y en Samuel, en los domingos en casa de Álex, en los cafés con Lorena y Jaume, en los viajes al Sur. El matón se abalanzó con plena decisión sobre Sergio, y Sergio, sereno, casi impertérrito, tomó por el filo el vaso apoyado sobre la mesa y le asestó con él en la cabeza. En la Resistencia le habían enseñado esta técnica. Hay que golpear en la cabeza, mejor en la sien, con el fondo del vaso, que es donde concentra su robustez. Un golpe seco, contundente. Y el matón yacía sobre la moqueta con la frente emanando sangre. Sergio abrió la caja fuerte, recuperó el pen, tomó su mochila y salió de la habitación. Ignoraba si su perseguidor estaría muerto. Y con esta duda llamó al ascensor, que tardó eones en llegar. Una vez en el ascensor pensó en Raül, en advertirle, sal de ahí, deja el hotel, escóndete mejor que yo. Pero a Raül nadie lo perseguía y advertirle era señalarlo. Las puertas se abrieron en el segundo subterráneo. No había nada más desolador que aquellos pilares de hormigón armado, aquellas paredes por enfoscar, aquella luminiscencia insectívora. ¿Y si alguien lo esperaba en el garaje? Si el matón tenía un compinche, este sería sin duda el lugar que habría elegido para pillarlo desprevenido e impedirle la huida. Por esto Sergio no encendió las luces, se conformó con los fluorescentes auxiliares, se arrimó a la pared, notó su rugosidad hostil, se agachó para mirar entre las ruedas de los coches, se quedó quieto a la caza de sonidos extraños, rodeó el perímetro antes de dirigirse finalmente a su vehículo, iluminar el asiento trasero con la linterna del móvil, abrirlo, arrancarlo... ¿Cuánto tiempo puedes estar sin respirar? ¿Cuánto tiempo puede olvidársete respirar? El auto rascó con el morro el inicio de la rampa. Sergio no las vio, pero pudo imaginar las chispas, pudo imaginar el coche saltando el último escollo antes de su escapatoria. Frente a él la cuesta se alargaba, oscura, como en un mal sueño. Por fin salió a la noche entre acelerones y chirridos de ruedas. Se saltó varios semáforos. Penetró en la tranquilidad y la quietud del país montañoso como un espectro neurótico. Benditas sean las carreteras, porque ellas llevan al futuro, pensó, ellas nos liberan. Pronto quedó atrás la ciudad y pronto aparecieron las curvas sinuosas que se arrastraban por la cordillera. Fue ascendiendo y ascendiendo y quedó solo en la carretera, los faros de su coche barriendo el asfalto solitario rodeado de bosques y espesura. Entonces se dio cuenta de que aún tenía el pen en la mano, apretado como el capitán Ahab apretaría el arpón contra Moby Dick. El plan era atravesar Francia entera y llegar hasta Inglaterra y allí entregar esta información a un miembro de la Resistencia que lo esperaba. Y después el abismo. Había sido descubierto y ya no había vuelta atrás. En breve la policía lo cercaría como los cazadores cercan ciervos en estos parajes. Jamás regresaría a su oficina y por siempre sería un prófugo, un incomprendido, un repudiado. Mañana los periódicos y los noticieros empezarían a inventar mentiras sobre él y se las arrojarían con ferocidad. No pararían hasta que la sociedad entera escupiera al escuchar su nombre y no quedaran suficientes carreteras en el mundo. Y sin embargo se sintió libre. Por primera vez en su vida no estaba haciendo lo que le habían dicho que hiciera, no había jefes, no había reglas que cumplir, de hecho las estaba derribando una a una conforme atravesaba la oscurísima y retorcida carretera. Cumplía esta misión porque era su deseo, un deseo puro no contrito por las consecuencias. Era el espectro de la noche. Y los espectros tienen el derecho de hacer lo que les salga de los cojones. Metió el pen en el bolsillo pequeño del pantalón. Y justo en ese instante, en ese brevísimo despiste, sintió la embestida del otro coche. Dejó de sentir el corazón. Los latidos fueron sustituidos por un fuego que lo abrasaba como una piedra en llamas. Y de nuevo otra embestida por el lateral. El coche que lo perseguía luchaba por recolocarse junto a él y volver a golpearlo. Quería arrojarlo por la ladera de la montaña. Su coche daría vueltas y más vueltas hasta que quedara encallado en el fondo. Su perseguidor solo tendría entonces que descender la ladera y registrar su cadáver para hacerse con el pen drive, y si alguien, un merodeador, lo descubría entonces, no tendría más que fingir que cumplía con su deber humano de ayuda. Pero nunca sería descubierto. ¿Acaso había montañas más solitarias sobre la faz de la Tierra? ¿Acaso había existido nunca una noche más oscura? Sergio aceleró para impedir que lo golpeara de nuevo por el costado. Pero el coche esta vez lo sacudió por detrás. Y lo volvió a sacudir. Universo en que moro, recuérdame mi infinitud. Sergio no creía en dioses, no sabía rezos. Esta fue la única manera en que supo consolarse: Universo en que moro, recuérdame mi infinitud. Y justo entonces, como un chispazo, surgió la idea. A pocos metros, a la derecha del camino, se abría una pequeña explanada, quizá un mirador. Sergio dio un volantazo y un frenazo y su coche quedó clavado en el terraplén. El otro coche continuó por la carretera, y el chirrido de su frenazo rasgó el silencio de la noche. Sergio bajó del vehículo y salió corriendo bosque adentro. La oscuridad era tangible, un animal jadeante. Alcanzó aún a oír cómo el otro vehículo paraba también en la explanada, oyó el portazo, vio la luz de la linterna. El día anterior había descubierto por casualidad en estos mismos bosques un gamo; el animal se paró al saberse descubierto, miró tranquilamente a Sergio y luego huyó. Algún día un cazador furtivo lo acorralaría y el gamo sentiría lo mismo que Sergio estaba sintiendo en este momento. Universo en que moro, se escondió tras un árbol aprovechando la pendiente, recuérdame mi infinitud. Agarró una piedra y la sujetó como si la piedra lo estuviera sujetando en el borde de un precipicio. Pero el chasquido del seguro de la pistola le robó la poca moral que le quedaba. Levísimo ese chasquido, pero clarísimo para él. El matón empuñaba un arma. Mi madre, Samuel, Lorena y Jaume, Álex, Raül, el Sur. Sergio palpó en su pantalón para comprobar que aún llevaba el pen. Iba a morir por él. Lo mejor sería que lo arrojara a lo lejos. Con suerte la maleza lo escondería de la linterna del matón y algún día alguien haciendo senderismo daría con el objeto y... ¡Vaya mierda! Nadie se tomaría la molestia de hacer nada con aquel pen si se lo encontraba. Si no conseguía difundir su contenido y crear un debate en plataformas de intelectuales alrededor del mundo, iba a morir por nada. ¡Qué solos están aquellos que creen y un día juraron defender el amor y morir por él! Ay, qué cursi, por Dios. Quién lo mandaba meterse en aquel berengenal. El miedo le impedía pensar cosas más coherentes. Pero al fin y al cabo era cierto, cuando supo que su empresa trataba de arrinconar el amor, de erosionarlo, de reducirlo a polvo como los siglos hacen con los templos... Estuvo perdido. Y su pérdida solo había crecido, igual que un ciervo en el vientre de su madre.
Hubo un ruido sordo y seco. A continuación un forcejeo y el jadeo de otro hombre. ¿Alguien estaba luchando contra la bestia? Entonces un grito, y supo que Raül estaba allí, que acababa de llegar, que se batía con aquel matón, ¿cómo lo había localizado?, y Sergio salió igual que salen los toros al ruedo, dispuesto más a matar que a morir. La piedra relumbró en sus manos; la furia cegaba a Sergio; el ruido del hueso roto sonó como una rama partida en mitad del bosque. ¡Qué ruido tan triste y descorazonador! En esto me han convertido, pensó Sergio al caer al suelo mientras miraba el cuerpo de su perseguidor tendido sobre el manto de agujas de pino, en un asesino. Raül aún se reponía, el aire entraba con dificultad en sus pulmones.
-Ayúdame -dijo Raül, que tomó por los brazos el cadáver y comenzó a arrastrarlo-. Barre.
Sergio barrió con los pies el rastro que dejaba el cuerpo pesado. Nadie sabe lo que pesa un cadáver hasta que carga con uno. Entre los dos lo metieron de nuevo en el coche, lo encendieron para fingir un accidente, y con mucha dificultad lo empujaron hasta el precipicio. El ruido metálico aporreó la noche negra. Los dos compañeros quedaron mirando una pared de negrura. No hubo incendio como en las películas.
-¿Cómo me has localizado?
-Tu móvil -dijo Raül y Sergio asintió. Era cierto, estaban geolocalizados por si se daban situaciones como esta-. ¿Por qué coño no me has avisado?
-No quería meterte en problemas. Tenemos que huir. Yo tengo que huir -se corrigió Sergio-; tú no has sido destapado.
-Si huyes será para siempre, no habrá vuelta atrás.
-Lo sé.
El aire de la montaña era fresco y húmedo, agradable. Del ruido del coche no quedaba ni rastro. El viento soplaba entre los árboles como si nada hubiera ocurrido y algún ave nocturna ululaba.
-¿Quién pudo enviar a este tío?
-Solo me han podido descubrir el jefe de expansión y el jefe de recursos. Y no se lo habrán contado a nadie más. No me los imagino diciendo oye, voy a matar a Sergio porque ha descubierto que somos unos hijos de puta.
-Dos testigos, entonces. Dos culpables. Si desapareciera el jefe de expansión tú serías el nuevo jefe, ¿no?
-Sí. Pero a estas alturas no espero de mi empresa un ascenso, la verdad.
Raül se giró hacia Sergio. Hasta el momento los dos habían hablado al abismo que tenían enfrente.
-No me estás entendiendo -dijo Raül. Sergio también se giró. ¿Estaba insinuando lo que parecía que insinuaba? Jamás había matado a nadie y ahora...-. Tal y como yo lo veo tenemos dos opciones: que atravieses Francia y te escabullas por Inglaterra para vivir clandestinamente el resto de tu vida; o coger el toro por los cuernos y darle a los genocidas del amor un poco de su propia medicina.
Sergio volvió a hundir sus ojos en el abismo e, igual que unas horas antes frente a su bebida, volvió a fruncir los labios como si le mandara un beso.
-Pues también tienes razón. Cuando la tienes te la doy.
-Ya te digo.
Hicieron una pausa. Y Sergio, recordando la conversación de la cena, repitió:
-Tomamos decisiones sin poder predecir las consecuencias.
Pero esta vez pensó que lo desconocido era excitante y se abría hacia todo lo posible. Y luego pensó que solo el futuro tiene sentido, porque en él descubrimos nuestros aciertos. Tenía que recordar este pensamiento para compartirlo con Raül. Algún día.

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