El 25 de septiembre sale mi novela Keith Landdon, memorias no autorizadas, de la editorial Dyskolo. La descarga será gratuita, así que os lo ponemos fácil ;) Mientras tanto, os dejo con el primer capítulo, no apto para moralistas.
Capítulo
primero: La estrella del cine
El chico latino se pasea desnudo por la suite. Yo lo
miro con el ceño estúpidamente fruncido, como quien no acierta a
resolver un problema matemático o duda entre cortar el cable rojo o
el azul. No te detengas, sigue caminando, le digo, le ordeno, y él
camina y llega junto a la ventana y da media vuelta para seguir
caminando y me mira por encima del hombro con una medio sonrisa
enigmática que me gustaría quitarle de un puñetazo. El trabajo. La
semana de trabajo. La semana de trabajo ha sido dura. La semana de
trabajo ha sido extenuante. Richard y Christy y hasta Daniel siempre
dicen que no conviene quemar la imagen mediática, ni la
cinematográfica, por eso hago una película, la promociono y luego
me encierran, me encerraron hasta la semana pasada, para que rodara
esta nueva película. Siete meses entre un suceso y el otro. Siete
meses de enclaustramiento, quizá algún viaje, quizá alguna gala
benéfica, quizá algún cameo aquí o allá o visitar un país
africano que desconozco y hacerme unas fotos para denunciar una
situación injusta. Me encanta la polla del chico latino, ese largo y
grueso pollón, ¿cuánto medirá?, ¿seis pulgadas floja? Es velluda
igual que su pecho, igual que su culo. No soporto el vello en el culo
de un hombre, pero en este me da igual, en su caso es como una marca
corporativa, como un sello de origen. El sexo es una batalla en la
que siempre alguien sale perdiendo, y yo he pagado tres mil dólares
para que este tío pierda de antemano, para que se queje mientras me
lo folle como si le doliera mucho y estuviera aguantando solo por
darme el capricho. Al fin y al cabo uno solo aguanta por darle el
capricho a un amante o a un cliente, y esta noche yo soy ambas cosas
para él. El rodaje ha sido intenso, dios, la misma presión siempre,
aunque lleve doce de mis treinta y cuatro años en este oficio no
acabo de acostumbrarme, ¿rodajes excitantes? Eso me decía en una
ocasión Christopher, sostenía una ginebra en una mano y un habano
en la otra, a mí los rodajes me excitan, decía Christopher ladeando
los labios, hay que ser un pervertido, pensaba yo. Me he pasado el
último mes con las malditas clases de dicción para conseguir el
maldito acento irlandés, luego los malditos ensayos con Donovan, el
entrenador de interpretación, y por fin las malditas jornadas
maratonianas de esta primera semana, nueve o diez o quince horas para
lograr una toma de un minuto y medio, y suerte, que las hay peores, y
los nervios, todo el equipo observándome como a un insecto, como a
mono en el zoo montado en bicicleta, gritan acción, la escena
comienza y noto la respiración entrecortada de los demás, las manos
retorcidas, el sudor frío, el espeso silencio hasta que por fin la
escena acaba y consideran que lo he hecho bien, que se nota
perfectamente el machaque con el profesor de irlandés y con el
coach, y me siento como un niño regordete tocando la trompeta
en la banda del pueblo. Esta profesión es así de jodida, así de
hija de puta, yo llevo una carrera impecable, taquillazo tras
taquillazo, ¿pero quién me dice que este nuevo film no me hundirá
en la miseria, que las críticas no serán para echarse a llorar, que
ni mi madre irá a una sala a verla? Aún tengo clavados los ojos de
Jason en aquel restaurante donde me lo encontré de casualidad, más
de dos años sin rodajes, que se dice pronto, pero él de su mierda
ni pío, qué tal Keith, me decía, qué tal Jason, le decía yo
mientras nos abrazábamos y nos dábamos palmaditas en la espalda
como si nos alegráramos de vernos, él me hablaba y yo le sonreía y
le estrechaba los hombros y pensaba te han dejado caer, ¿verdad,
Jason?, estos hijos de puta te subieron y te subieron y luego te
dejaron desplomarte para ver tus tripas desparramadas por el suelo.
No se trata de pasta: Jason tiene suficiente como para vivir igual
que un sultán hasta que se muera él y se mueran sus hijos y se
mueran los nietos que aún no tiene, se trata de perder el prestigio,
de que todos te sonrían y te doren la píldora y te digan que están
deseando verte otra vez en pantalla y saber que en el fondo les da
igual, que es mentira, que has dejado de parecerles fascinante, que
ya no eres nadie, no eres un ídolo, no eres un dios. Empieza a
meneártela, le digo al latino, pero no te corras. La semana ha sido
dura. Dije las últimas frases del guion tratando de parecer natural,
de seguir las directrices de los ensayos e incluso un poco de mi
pírrica intuición, pero algo se movía dentro de mí, como un
gusano bajo la carne. El director de escena gritó corten, los
focos se apagaron y los operarios se volvieron sombras. El gusano
desapareció. Tenía unas ganas tremendas de olvidarme por un tiempo
de esa jodida caravana, tan grande como un tráiler, dos plantas,
gimnasio y sauna y vestidor... y también descorazonadora, una jodida
caravana nunca deja de ser una jodida caravana, y pensar que hay
gente viviendo en minúsculas roulottes todo el año, en
barrios chabolistas en la práctica. Me voy al hotel, me ducharé
allí, le dije a Daniel, mi asistente. Y venciendo la vergüenza
añadí: necesito relajarme, no podré dormir si no me mandas a
alguien. Daniel es, ¿cómo decirlo?, mi confesor de pago. Y él
rápido, neutro, ¿chico o chica?, me preguntó, como si hubiera
dicho peperoni o salami. Y yo dudando, indeciso, no lo sé, Daniel,
un tío, mándame un tío esta vez. Te enseño un catálogo en la
limusina y te lo arreglo. Así de simple. Y una hora después, hola
soy Juan Miguel, me dijo el latino y me enseñó su certificado
médico que dice que está sano como una pera, que me lo puedo follar
sin condón. Vestía cazadora de cuero, camiseta ceñida, jeans y
botas, aire motorista. Más sexy que la madre que lo parió, el hijo
de puta. Fue verlo y una bola de fuego me trepó por la garganta.
Todos los latinos tienen el mismo acento cuando hablan en inglés,
resulta difícil apostar por un país en concreto, pero diría que es
puertorriqueño, qué más da, posiblemente me mentiría si le
preguntara, como seguro que me ha mentido con el nombre, todos dicen
que nacieron en el país, pero no acaban de usar un léxico
totalmente de aquí y además meten palabras en español. ¿Quieres
una copa? No bebo cuando trabajo, gracias, me dijo, y a saco: ¿Cómo
quieres que me comporte? Yo lo tenía claro, me apetecía un macho
que se dejara dominar, al que pudiera darle cachetes. Cada cachete,
me advirtió, son cien dólares más. Lo tiene así tarifado, creo
que sale más barata la multa por pegarle una hostia a un policía en
plena quinta avenida; y yo me imaginé al latino en la postura de
perrito, con el culo en pompa, contando cachetadas para pasarme luego
la factura. Quítate la camiseta, le dije acariciando su pecho
izquierdo y besándole de pronto los labios, por este precio también
se dejan comer la boca. Parece un dios maya o inca o de donde sea,
pero una divinidad de tan perfecto y de mirar de esa forma, como si
supiera el final de todo. Es lo que tienen estos tiempos, que hasta
los dioses están en venta. Le sirvo una cocacola. Está musculado
sin resultar excesivo, no tiene pinta de ir al gimnasio, más bien
tiene el aire de los trabajadores que descargan cajas en el muelle o
en los almacenes, y eso le da un morbo tremendo. Le he pedido que
baile un poco con la camiseta ya quitada, ha comenzado a contornearse
de forma sensual, ha apretado los labios con un erotismo que me la ha
puesto dura de inmediato, se ha pasado el vaso con hielo por el pecho
y se le han humedecido los pectorales y los pezones se le han
endurecido, ha levantado el brazo izquierdo al aire y ha dejado al
descubierto la pelambrera de su axila, sigue moviéndose al son de
Aretha Franklin cantando I say a little prayer, era lo primero
que ha salido de mi reproductor: corro al autobús, cariño, y en
él pienso en nosotros, y el latino junta las dos manos en el
cinturón, casi a la altura del pubis, y comienza a moverse como si
estuviera follando lento y dulce y seguro y fuerte a la vez, todo a
la vez, el cabrón sabe ofrecer lo que quiere el cliente. Tiene
suerte de que esta noche sea yo quien me lo tire, que soy joven y tan
atractivo como él, o tal vez más, belleza clásica y blanca, de
rasgos rectilíneos y simétricos, masculinos también reforzados por
el color negro de mi cabello y mi barba de varios días que he tenido
que dejarme para el rodaje. Debe de rondar los veintiséis años y se
lo follarán tíos gordos y feos, algún sexagenario incluso, que al
precio que pagan le pedirán todo tipo de perversiones. Quítate ya
los pantalones, le he ordenado. Lo bueno de los prostitutos de lujo
es que te dejan besarles en la boca y luego la mantienen cerrada, no
cuentan nada a la prensa, probablemente ni siquiera a un buen amigo.
Métete el calzoncillo entre las nalgas, como si fuera un tanga, le
he pedido y él lo ha hecho, dócil, provocador, pero no sumiso.
Tiene una espalda ancha y bronceada como una piel de toro, y acaba en
un culo de escultura grecolatina, me mira de reojo, se sabe atractivo
y sabe que me gusta lo que veo. Ya no la puedo tener más dura. Antes
de que llegara me ha dado el tiempo justo de ducharme y de descansar
brevemente en el chaise-longue, de imaginarme a este latino,
de recordar sus fotografías en el catálogo, de recrear la escena
tal y como ahora la estoy viviendo. Anticipar el placer es un placer
en sí mismo. Para siempre estarás en mi corazón y te querré,
decía la voz de Franklin, y yo quítate los calzoncillos, paséate
por la habitación. Después de siete días de rodaje tengo un
descanso de cuatro jornadas hasta el próximo día de curro. Creo que
no vale la pena atravesar el país para ir a mi casa de la costa
oeste, pero eso lo decidiré mañana: cuando estoy cansado no tomo
buenas decisiones, me da pereza incluso imaginarme el periplo de
limusinas, aeropuertos, jets privados. Los viajes parecen un
laberinto, me acuesto en un lugar y cuando abro los ojos por la
mañana resulta que es de noche debido a la descompensación horaria
y no tengo ni puta idea de en qué coño de ciudad me encuentro, y
entonces acostumbrarse en tres días al jet lag y volver a
hacer el camino de vuelta, a multiplicar la desorientación horaria,
a meterse en un plató con dolor de cabeza por culpa de la presión
del avión de la que no he conseguido desprenderme ni con todo el
paracetamol de las farmacias. Mi casa de la costa oeste se me antoja
en el otro extremo del planeta, en el otro extremo del sistema solar,
en el otro extremo de la galaxia. Mejor me quedo aquí, encerrado en
estas cuatro paredes de un hotel de lujo, salir es imposible, quién
sale con tanta prensa acechando y tanto fan enloquecido por
lanzárseme al cuello, que hay que ser gilipollas. Hace ya siete u
ocho años que no voy a un lugar público sin ir acompañado de
escolta. Buf, cuatro días de cautiverio supuestamente voluntario en
este palacio donde no hay nada, absolutamente nada que hacer, más
que leer, jugar a la videoconsola en una pantalla de televisión más
grande que un armario, pedir que suba alguien a hacerme un masaje o
visitar el spa, repasar el guion y ver cómo un chico latino se
masturba porque se lo he pedido, yo sentado sobre la cama y él de
pie junto a mí, dejando su enorme polla tiesa a la altura de mi
cara. Me quiere seducir, se arrodilla frente a mí y recorre mi piel
con su lengua fresca y ancha como una hoja de coca. Ahora ponte a
cuatro patas en la cama. Tiene el latino un culo excitante y salvaje
como un safari, le cacheteo varias veces, dos cientos, tres cientos,
cuatro cientos dólares, le pido que se queje y él se queja, gime de
dolor fingido, ay, papi, me dice en español, y sigue gimiendo y
jadeando, hasta que finalmente oigo mi propio resuello tan grave y
viril que me pongo más cachondo aún, justo antes de aterrizar de
nuevo en la tierra y reconocer mi cuerpo y esta carísima habitación.
Me pregunta si he quedado satisfecho y le digo que sí. Le pido su
teléfono, porque quiero que se alegre pensando que lo volveré a
llamar, a pesar de que sé perfectamente que no lo haré. Me entrega
una tarjeta donde aparece una foto suya desnudo desde el cuello hasta
justo la línea del pubis: Juan Miguel Lana, masajista, reza. Se
viste. Se enfunda de nuevo en su chupa de cuero, ¿tendrá algún
otro servicio esta noche?, ¿satisfará lo mismo a hombres que a
mujeres? Ahora lo veo menos atractivo que antes, no, igual de
atractivo, solo que ya no me urge la necesidad de morderlo, de
estrujarlo, de matarlo quizá. Antes de marcharse me pide un
autógrafo, para Juan Miguel, por librarme de una
contractura, escribo, y lo hago como un chiste entre él y yo y
también para que cualquiera que lea esa nota en el futuro no pueda
usarla en mi contra acusándome de alquilar los servicios de un
chapero y no de un masajista. A veces las notas son más peligrosas
que las dagas. Antes de salir por la puerta me regala un último beso
en la boca, caliente, denso, noto su lengua en la mía como un animal
submarino. ¿Me regala este beso? ¿Se lo regalo yo a él?
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